miércoles, 14 de noviembre de 2007

La Etica Médica del paciente Neurointensivo

La bioética es la ciencia que estudia los valores y principios morales de la conducta humana en el campo de las ciencias biológicas y de la atención de salud. La bioética abarca la ética médica, pero no se limita a ella. La ética médica en su sentido tradicional, trata de los problemas relacionados con los valores, que surgen de la relación entre el médico y el paciente. La bioética constituye un concepto más amplio en cuatro aspectos importantes:
1. Comprende los problemas relacionados con valores, que surgen en todas las profesiones de la salud, incluso en las profesiones afines y las vinculadas con la salud mental.
2. Se aplica a las investigaciones biomédicas y sobre el comportamiento, independientemente de que influyan o no de forma directa en la terapéutica.
3. Abarca una amplia gama de cuestiones sociales, como las que se relacionan con la salud pública, la salud ocupacional e internacional, y la ética del control de la natalidad, entre otras.
4. Va más allá de la vida y la salud humanas, en cuanto comprende cuestiones relativas a la vida de los animales y las plantas; por ejemplo en lo que concierne a experimentos con animales y a demandas ambientales conflictivas.
En nuestros días es una herramienta inestimable que debe usarse convenientemente a la luz de nuestra ideología, logrando un equilibrio entre los paradigmas que rigen las ciencias médicas, el ambiente biosocial y el médico social.

BIOÉTICA Y CUIDADOS INTENSIVOS
Los avances producidos en la medicina a partir de la década de los años 50 del siglo pasado habían sido una de las premisas
del surgimiento de la bioética. Pues bien, sucesos como el desarrollo de nuevos métodos de asistencia respiratoria, el progreso en el conocimiento de la fisiología cardiaca y respiratoria y su aplicación para el monitoreo y el tratamiento de situaciones como el infarto del miocardio, cirugía cardiovascular, el estado de choque y los traumatismos y los primeros pasos del neurocrítico fueron peldaños que condujeron a la generalización de una nueva modalidad de atención médica donde el sostén de las funciones vitales permitía intervenir en los procesos de la vida y la muerte. Es decir existe una
coincidencia temporal y no casual entre el reconocimiento de la terapia intensiva como especialidad y el surgimiento de la bioética, que es la que va a proporcionar el espacio de reflexión necesario para abordar sistemática y críticamente todos los dilemas morales que la tecnología y la ciencia genera en la medicina y en las ciencias biológicas en general. Es así que vamos a ver que la contemporaneidad entre bioética y terapia intensiva tienen un punto común: la intervención en los procesos de la vida y la muerte. Llegados a este punto es bueno aclarar dos conceptos:
a) Paciente crítico: se define por la existencia de una alteración en la función de uno o varios órganos o sistemas, situación que puede comprometer su supervivencia en algún momento de su evolución, por lo que la muerte es una alternativa posible.
b) Apoyo vital: es toda técnica que aplicada al organismo puede sustituir la función fisiológica de un órgano, cuando su afectación ponga en peligro la vida. Cada técnica de apoyo vital puede ser, o no aplicada en cada paciente. Ej. de técnica de apoyo vital: la ventilación mecánica, el sostén hemodinámico y el neuromonitoreo.

Estos dos conceptos forman parte indisoluble del escenario de los cuidados intensivos y de la toma de decisiones que ocurren en este tipo de servicio, surgiendo así su interrelación dialéctica con la bioética. Más claro: en la terapia intensiva, tanto por el riesgo que lleva implícito el paciente mismo como por la presunta consecuencia del acto médico, la prolongación de la vida o la muerte puede ser consecuencia directa o indirecta, inmediata o mediata de la decisión médica; en otras ocasiones la urgencia de una decisión no siempre permite el análisis adecuado por parte del médico ni la participación del paciente o de su representante, por lo que en este contexto se generan dilemas morales, que antes no existían al existir una participación pasiva de los pacientes en las decisiones que afectaban su propia vida, y que ahora por el desarrollo socio
cultural alcanzado por la sociedad, se convierten en una problemática compleja, pues tanto el enfermo como toda la sociedad deben reflexionar sobre la racionalidad de las acciones médicas que siempre puedan ser emprendidas en cada caso y situación.

Entiendo que es menester que como médicos, a partir de nuestra práctica, internalicemos críticamente lo social en los pacientes en oposición a la externalización social de la medicina clásica, que visualicemos la cultura en la medicina más que la medicina de la cultura, esto es, ponderar, medir, la influencia de las pautas culturales en nuestra práctica, desde esas redes del poder hegemonizadas en y por un positivismo cientificista.
Es preciso darnos cuenta cómo somos utilizados en nombre de ese positivismo por la “nomenklatura” médica, convirtiéndonos en aliados inconscientes (lo que puede desculpabilizarnos, pero no desresponsabilizarnos) de la “medicalización de la vida”. Esta situación en la atención del paciente crítico tiene una relevancia conspicua quiénes son los más beneficiados por la alta tecnología, ya sea diagnóstica o terapéutica, en qué casos su resultado es el bienestar del paciente y en cuáles es la ganancia de la tecnocracia.

El poder en la relación médico-paciente

Como médicos( en el intensivismo) no tenemos con el paciente más derechos que los que él nos da y arrogarnos otros es ejercer el poder sobre el paciente por mejor intencionados que estemos y aun desprovistos de toda servicia.
Llevados por la buena intención de mejorar algunos parámetros biológicos ejercemos a la postre un control tal sobre el paciente que “medicalizamos” su vida, posponiendo sus propios proyectos a nuestros objetivos terapéuticos y allí es cuando “enfermamos curando”.
Hay expresiones jergales en medicina que ejemplifican lo que intento transmitir: “Manejo del paciente anúrico”, por ejemplo; “No me coma dulces” le indicamos a un enfermo diabético; “Se me murió el paciente de la cama 5”, decimos en una entrega de turno.
En el cuento “El Sur” (quizás una autobiografía no confesada), Jorge Luis Borges le hace decir al protagonista Juan Dalman cuando relata sus avatares al sufrir una septicemia (donde, por otra parte, encontré una de las mejores descripciones clínicas sobre los trastornos del sensorio de esta patología): “El cirujano me sometía a metódicas servidumbres”, expresando (aunque probablemente sin saberlo) en un típico lenguaje borgeano una de las situaciones del poder al que me refiero. Debemos confesar que en más de una ocasión este poder lo hemos ejercido en las llamadas “inversiones en la relación de servicio”, cuando, por ejemplo, pudiendo dar de alta a un paciente un viernes, lo dejaba internado hasta el lunes, para que la nueva rotación de estudiantes pudiera ver ese “caso interesante”; en vez de poner la docencia al servicio del enfermo había puesto a éste al servicio de la docencia y lo que es más grave aun le había sustraído de su vida un fin de semana con su familia o sus amigos, que como hecho afectivo jamás se lo podía recompensar.

En la atención del paciente grave(aquellos que vemos a diario, en una Unidad de neurocrítico) a los derechos del enfermo ya mencionados debe agregarse el derecho a una muerte digna entendiendo como tal a aquella sin dolor, con lucidez para la toma de decisiones y con capacidad para recibir y dar afectos. Desafortunadamente, el poder que ejercemos sobre el paciente sumado a una educación médica triunfalista que ve en la muerte solamente el fracaso de la medicina, nos lleva a veces una suerte de “ensañamiento terapéutico” prolongando una agonía y lo que es más grave negando la posibilidad a ese enfermo de una muerte digna en compañía de sus seres queridos, situación denominada “distanasia” y resultante de una irracionalidad en el uso de los recursos tecnológicos.

Esta sociedad de comportamiento tan dual que por un lado le niega a un niño ver a su abuelo muerto y por otro lo ofrece “video games” donde le enseña a matar, ha desritualizado la muerte, la ha desimbolizado, la ha extrañado de su contexto cultural no teniendo en cuenta que la muerte siempre es un hecho social.
Se podría decir que en los tiempos que corren hasta la muerte se ha “privatizado”. Nuestra formación positivista nos lleva frente a la muerte a una angustia tanática con sus consecuentes reacciones como la negación, la culpa o la defensa maníaca, impidiéndonos contextualizar la muerte dentro del proceso vida y eliminándonos toda esperanza; sería pertinente recordar aquí los versos de Bernárdez: “Porque después de todo he comprendido/ que lo que el árbol tiene de florido/ vive de lo que tiene sepultado”.

Nuestro lenguaje Paternalista: “Ya no hay nada que hacer”

Típica frase con que nos dirigimos a los familiares de un enfermo cuya muerte es ineluctable. Deberíamos decir “Ya no hay nada que tratar”, porque en realidad hay mucho todavía por hacer, más aun, es cuando más podemos hacer.
La ya descripta prolongación innecesaria de la agonía con el uso irracional de la tecnología hizo decir a R. Bjerregaard, ministro de Salud de Dinamarca en 1981: “Algo anda mal cuando el 50% de los recursos de Salud se gastan en los últimos 90 días de la vida humana para postergar por unas semanas una muerte inevitable”.
Frente a esta deshumanizada situación no es en los recursos tecnológicos que encontraremos una salida aceptable, más bien ellos son parte del problema; existen otros recursos invalorables por su eficacia y por su disponibilidad: me estoy refiriendo al efecto “sanador” de nuestra palabra, de nuestras manos y de nuestra propia presencia.
Herederos del dualismo cartesiano mente y cuerpo, nos constituimos en “plomeros del cuerpo” antes que médicos de la persona; ésta necesita algo más que remedios y aparatos, nos necesita a nosotros como persona-médico y en esta relación la palabra es fundamental; pero, ¿qué decirle a un paciente o sus familiares en esas circunstancias? Siempre con un mensaje de esperanza, las palabras serán un bálsamo.
Pero a veces las palabras no alcanzan, entonces están nuestras manos, esas manos “vencedoras del silencio”, como las definía Evaristo Carriego.
En una oportunidad una anciana en una unidad de terapia intensiva me pidió: “Doctor..., tómeme el pulso”. Llevado por una deformación profesional no lo hice y mirando el monitor le dije: “Está bien, abuelita, tiene 80...”. Ante su insistencia que le tomara el pulso le pregunté por qué si el aparato era confiable, y me respondió: “Es que aquí nadie me toca”. Razón tenía quien dijo que en terapia intensiva los enfermos a veces se mueren con “hambre de piel”; en nosotros está saciarlos.
Entonces, ayudando así a bien morir nos estamos ayudando a bien vivir.
No por ello, Juan Pablo II decía "El reconocimiento de la dignidad innata de todos los miembros de la familia humana es el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz", que nosotros debemos entregar en nuestro enfrentamiento con nuestros pacientes.
Por último, el efecto sanador de nuestra propia presencia, que el paciente “sienta” que estamos a su lado, que vibramos en ese encuentro irrepetible de persona-persona, que estamos en su misma “sintonía corporal”.

(Adaptado de La La etica ante el paciente neurocritico, El médico, el paciente, la muerte. Francisco Maglio y de Algunas consideraciones bioéticas en el paciente crítico. )

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